"Las nevadas extremas y los vórtices polares nos cautivan, mientras que los huracanes y supertornados nos vuelven locos", pero el desastre natural al que Waldman le dedicó años de investigación, "sólo es un fastidio constante, como un enjambre de mosquitos".

Y, así como el humilde mosquito es el animal más mortífero de todos, el protagonista de esta historia es, entre otras cosas, la amenaza más grande para la flota más poderosa del mundo, la Armada de Estados Unidos.

Se trata del óxido, ese fenómeno natural tan llano y omnipresente que nos resulta familiar y pasa desapercibido. Rara vez atrae la atención de los medios... a duras penas la nuestra, cuando lo notamos en una esquina del baño, o algún rincón del patio.

No obstante, quien, como Waldman, se ha enfrentado a él y a tratado de vencerlo sabe cuán poderoso y persistente es: como "Terminator", por más que se le destruya, se va prometiendo que volverá.

Al autor del libro "Óxido: la guerra más larga", una aventura lo puso frente a este enemigo milenario y lo llevó a descubrir mucho sobre él.

"Queríamos darle la vuelta al mundo con unos amigos, así que compramos un bote que estaba en un estado terrible. La idea era que lo arreglaríamos y la buena noticia es que lo pudimos hacer, pero la mala es que todo lo que podía oxidarse, se oxidó. Luchamos contra el óxido por un par de años. Mis amigos finalmente navegaron hasta Australia".

Waldman, en cambio, navegó en otra dirección. Su primer puerto fue una conferencia llamada "Megaóxido", auspiciada por la Armada de EE.UU., donde conoció al más alto funcionario del óxido: el zar de la corrosión del Pentágono, Daniel J. Dunmire. En la jerarquía del Departamento de Defensa, está apenas dos puestos más abajo que el secretario.

"¡No tenía ni idea de que existiera ese cargo! No sabía que había alguien a nivel nacional luchando contra el óxido, pensaba que era una pelea individual. Y resultó ser un personaje energético, decidido a que el Pentágono le preste la atención que se merece a un problema que le cuesta US$20.000 millones al año", le cuenta a BBC Mundo.

Y eso es sólo al Pentágono. El gasto para todo el país representa el 3% de su PIB, es decir US$437.000 millones al año: más que todos los desastres nacionales juntos.

Una larga lucha

La lucha contra el óxido no es nueva.

"Dicen que vivimos en la era de la informática... hablan como si las otras eras hubieran pasado, porque nos hace sentirnos modernos y ocupados. Todavía vivimos en la era del hierro, sólo que es un poco diferente ahora. Usamos más hierro por cabeza que en ningún otro momento de la historia".

De hecho, se calcula que hay 400 libras de acero por persona.

"Desde el momento en el que pensamos: 'podemos coger esto y darle forma', dos segundos más tarde, la naturaleza hizo lo suyo: oxidar".

Y a pesar de todos los avances tecnológicos, no hemos logrado más que lentificar la corrosión pero nunca erradicarla del todo. Si el hierro y el acero están expuestos, el proceso natural es la oxidación y es inevitable.

"No hay una solución mágica pero sí hemos encontrado una: mantenimiento. Y hay apenas una media docena de cosas que se pueden hacer, como pintar el metal, galvanizarlo, usar inhibidores, etc.".

Y también está el acero inoxidable, una solución encontrada hace poco más de un siglo por alguien que Waldman recuerda en su libro, Harry Brearley, un inglés terco al que le llamaron "inventor de cuchillos que no cortan", pues en el primer intento de producir cubiertos no le hicieron caso a las especificaciones requeridas para trabajar con el nuevo material.

No obstante, llegó a ser millonario gracias a su invento. Aunque, vale la pena anotar, hay varios otros que reclaman el título de padres del acero inoxidable en otras partes de Europa.

En cualquier caso, señala Waldman en conversación con BBC Mundo, pensar por ejemplo en usarlo para hacer tuberías no es realista: "Sería imposiblemente caro, y la ingeniería es el arte del compromiso".

Uno de esos compromisos es impresionante y ocupa parte de su libro: el sistema de oleoducto Trans-Alaska (SOTA), uno de los más grandes del mundo, con 1.287 kilómetros de tuberías de acero... vulnerables al óxido.

El cerdito

"Se extiende por toda Alaska y tienen que inspeccionar cada pulgada cuadrada de sus 7.000 millones de pulgadas cuadradas".

"No se me ocurre nada que inspeccionemos tan bien. Es como ese dicho de 'una aguja en un pajar'. Sería como poner una aguja en el pajar y luego inspeccionar cada hebra de paja", le dice el autor a BBC Mundo.

Y es que la corrosión representa un grave riesgo para el estado de Alaska, cuyas fortunas dependen del petróleo. Una fuga grande debido al deterioro del oleoducto podría costar miles de millones y retrasar la producción.

"Podría significar el fin del estado de Alaska y no sería precisamente beneficioso para la economía de los otros 49 estados de Estados Unidos", dice Waldman en su libro.

Para evitar que eso suceda, regularmente insertan un robot, al que se le conoce como "pig" o "cerdito", pero cuya apariencia es más similar a la de una oruga que, empujado por el petróleo, recorre todo el oleoducto a través de cordilleras y permafrost hasta llegar al Puerto Valdez.

Esta máquina equipada con sensores detecta lugares oxidados que requieran reparaciones.

SOTA, con su cerdito, es una de las cosas que más asombró a Waldman en este viaje por el mundo del óxido. La otra fue la humilde y ubicua lata de aluminio.

"Parece tan normal pero resulta que esas latas pueden ser unas de las cosas más técnicas del planeta, hechas con especificaciones más precisas que las de los cohetes. Mucha de esa perfección se debe a la necesidad de protegerlas de los productos corrosivos que contienen".

"Ahora, cada vez que compro una lata de cerveza pienso: '¡esto es asombroso!'".

 

*Vía: Agencias/La Tercera