Un tercio de los asesinatos de políticos ocurridos en la última década han sido cometidos en Guerrero y Michoacán. Mientras que en estas dos entidades se han registrado 29 crímenes de alcaldes, diputados (locales y federales) y candidatos a puestos de elección popular, en el país se han contabilizado 90 homicidios de políticos de esos mismos rangos, reporta El Universal.

Una revisión hemerográfica realizada por este diario revela que en esta región engarzada por Tierra Caliente han sido ejecutados siete diputados, tres candidatos a legisladores, diez presidentes municipales, ochos ex alcaldes y un candidato a alcalde. Y si a ello sumamos el asesinato de seis síndicos, siete regidores y un candidato a regidor, la cifra se eleva a 43 crímenes de políticos, colocando a estos estados como los más peligrosos para ejercer o aspirar a un cargo de elección popular.

La fiebre de violencia política de la región comenzó en 2005, registrando picos de criminalidad en 2008, 2010 y 2013. Veintitrés de estos homicidios han ocurrido en el estado de Michoacán y 20 en Guerrero.

Y es que no hay fuero constitucional que frene una ráfaga de un Ak-47, ni influencias en las alturas que anulen las propiedades corrosivas de 20 litros de ácido en los que se diluye un candidato con todo y oferta electoral, o charolazo que dote a un diputado de impunidad bastante para eludir el fondo de una fosa clandestina, como epílogo de su carrera pública.

El último año sin asesinatos de políticos en esos dos estados fue en 2004.

Esta violencia es el resultado de los intentos del crimen organizado por “llegar a la acción de gobierno a través de la acción política”, primero “comprando campañas completas con todo y candidato, para simplificar la negociación, en lugar de ir comprando la policía, los mandos de seguridad, el Ministerio Público, etcétera”, dice José Luis Domínguez Rodríguez, doctor en investigación social por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).

“Lamentablemente hay lugares donde no es un elemento incidental, sino estructural, con niveles de reproducción rutinaria y alta capacidad para colonizar los partidos políticos, que se expresa en un rango de prácticas muy variadas, pues no es lo mismo dar una gorra y una playera en un mitin, que ofrecer una Hummer, ofrecer empleo en la administración, o llegar al extremo de la coacción y el uso de la violencia para orientar un resultado electoral”, considera Víctor Alarcón Olguín, presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales e investigador en el área de procesos políticos de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

La violencia surge entonces “cuando un tercero con capacidad de movilizar recursos modifica el equilibrio, la estabilidad del mapa y los sistemas de intercambio”, señala Domínguez Rodríguez.

Octavio Augusto Montes Vega, investigador del Colegio de Michocán (Colmich), quien ha impartido cátedra sobre investigación de geografía política en tiempos violentos en la Universidad Autónoma de Madrid, dice que los intentos de poner gobiernos por parte del crimen organizado son inherentes a cualquier poder económico. En cuanto a la violencia, matiza: “A veces hay vendettas familiares que se incrustan en redes políticas, otras, el político es objeto del crimen en tanto figura pública, y hay casos en los que efectivamente la clase política está en el negocio”.

Las limitaciones legales para sancionar las manifestaciones del fenómeno son lo más preocupante para Alarcón Olguín. Por ejemplo, la coacción violenta en Guerrero y Michoacán, donde los propósitos ilegales pueden fundirse “con los argumentos revolucionarios como no creer en la lucha electoral, impedir la credencialización, la instalación de las casillas, los conteos”.

 

 

Fuente: El Universal